Estamos en plenas fiestas de San Isidro en Madrid, y mi amiga la cordobesa no da señales de vida. Silencio absoluto. Ya me lo imaginaba: las calles a rebosar, chulapos por doquier, y ella refugiada en su rincón andaluz, lejos del bullicio capitalino. No le gusta caminar con tanta gente, dice. Yo creo que lo que no le gusta es hacer fila para los bocadillos.
Pero hete aquí que descubro una función de teatro que me llama la atención. La Reina de la Belleza, con María Galiana en el reparto, en el Teatro Reina Victoria. ¡Una joya! Solo que ir solo no me apetecía nada. Así que mandé un mensaje con la puntería de Cupido:
—¿No vienes a Madrid este viernes?
La respuesta fue fulminante:
—¡No! Sabes que el bullicio no me gusta…
Pero ahí recordé una de mis cartas más efectivas. Escribí:
—Tengo un chisme para contarte.
Y como si la hubiera activado una varita mágica:
—¿A qué hora es la función?
Sabía que no podía fallar. El teatro, el chisme y una promesa de cena después. Así se convence a la cordobesa.
Nos encontramos en la Puerta del Sol. Ella apareció sonriente, como si nunca se hubiera negado. Caminamos hasta el Reina Victoria entre risas. Antes de entrar, me soltó:
—No me despides hasta que no me cuentes el chisme.
Y yo pensé: “No sabés lo que te espera adentro… eso sí que es un chisme trágico”.
La obra nos llevó a una casa perdida en una colina irlandesa, a mitad de los años 90. Allí, Mag y Maureen, madre e hija, conviven atrapadas por la rutina, los reproches y un pasado lleno de heridas mal cerradas. María Galiana, imponente y corrosiva, domina la escena con una ternura que huele a trampa. Lucía Quintana, como Maureen, se desgarra en escena, como quien grita desde el fondo del pozo y nadie la oye.
Y entonces entra en juego el amor —o algo parecido a la esperanza— con Pato Dooley (Javier Mora), que regresa de Londres para remover lo que aún queda vivo. Pero la manipulación de Mag y la dependencia asfixiante entre madre e hija hacen del afecto un lujo imposible. Todo se desmorona. Todo arde lento, como la leña mojada.
El escenario, inmutable. Una cocina, una mesa, una taza de té que nunca sabremos si lleva veneno o cariño. Y una carta… esa carta que lo cambia todo y que Mag esconde como quien esconde un secreto que alimenta su poder.
La dirección de Juan Echanove nos conduce sin prisas, con mimo, con respiraciones que se sienten desde la butaca. Un retrato familiar que, aunque irlandés, nos suena a conocido: las heridas que más duelen son las que se dan en bata y zapatillas.
Cuando salimos, la cordobesa iba en silencio. Cosa rara. Caminamos hasta Sol y allí, como quien suelta una lágrima disimulada, me dijo:
—Bueno, ahora sí. ¿Cuál era el chisme?
Y yo le respondí:
—Que la función fue tan buena… que se me olvidó el chisme.
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