Ifigenia: ecos de tragedia, latidos del presente

Crónica de la obra Ifigenia en el Teatro Bellas Artes de Madrid, una versión contemporánea del mito clásico con María Garralón y Juanjo Artero. Un montaje imprescindible que emociona y transforma.

El verano en Madrid ya se siente con toda su fuerza. Las terrazas desbordan conversaciones, los abanicos se despliegan como alas en el metro, y los turistas, como enjambres curiosos, conquistan cada rincón del centro. Yo, fiel a mis costumbres, huí del sol refugiándome en mi rincón favorito: el teatro.

Sin mi compañera habitual, La Cordobesa —ausente con aviso—, decidí deambular por la Gran Vía en busca de una historia que me salve del calor… y de mí mismo. Fue entonces cuando me encontré con Sofía, cronista de espectáculos, con quien he compartido más de una función. Me sonrió con picardía y preguntó:
—¿Dónde la has dejado esta vez?

La conversación fue breve, como las mejores intuiciones. Y terminó con una invitación:
—Ven al Bellas Artes. Hoy se presenta Ifigenia. Te va a sacudir.

Y vaya si lo hizo.


Ifigenia, escrita por Silvia Zarco y dirigida por Eva Romero, no es simplemente teatro. Es un espejo. Es cicatriz. Es grito contenido. Una tragedia clásica que —como las buenas tragedias— no envejece, solo muta.

Inspirada en las figuras de Ifigenia en Áulide, Hécuba y Agamenón, la obra parte de la mitología para hablarnos de las heridas de nuestro presente: el silencio impuesto a las víctimas, la violencia como herencia, la culpa que se transmite como una cadena invisible.

El montaje, fruto de la coproducción con el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, ya ha conmovido a más de 11.000 espectadores. Y no es para menos. Su selección para representar a España en el Festival de Teatro Clásico de Ostia Antica en Roma es la prueba de que Ifigenia no es solo una obra: es un fenómeno emocional.


María Garralón y Juanjo Artero brillan. Pero no están solos. El reparto, con Beli Cienfuegos, Laura Moreira, Nuria Cuadrado, Alberto Barahona, Néstor Rubio, Rubén Lanchazo y Maite Vallecillo, compone una tragedia coral donde cada gesto, cada palabra y cada silencio se clavan como aguijones.

El escenario, sobrio. La iluminación, precisa. El dolor, compartido.


Y entonces, el final. Ese instante donde las luces se apagan pero el teatro sigue latiendo dentro. El público, en pie. No se oyen vítores, solo respiraciones contenidas. Porque Ifigenia no se aplaude… se sobrevive.

Salí del Bellas Artes sin palabras. Pero con el alma estremecida. Y en silencio, bajo el cielo tibio de Madrid, entendí que hay obras que no se ven: se viven.

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