Un viernes más en Madrid. Una noche típica de otoño, con ese aire fresco que invita a salir sin rumbo fijo, a dejarse llevar por la magia de la ciudad. Todo transcurría con la calma habitual, hasta que un llamado rompió la rutina. Era Lorena, mi amiga de siempre, con esa voz llena de energía y nostalgia.
—Estoy en La Latina —me dijo—, ¿te vienes?
Y claro que fui.
El corazón castizo de Madrid
El Barrio de La Latina es uno de esos lugares donde el tiempo parece detenerse entre callejones empedrados, plazas llenas de vida y bares donde el bullicio se mezcla con el aroma de las tapas. Es el alma más castiza de Madrid, donde conviven lo antiguo y lo moderno, los turistas curiosos y los vecinos de toda la vida.
Nos encontramos en un bar típico, de esos con mesas de madera, vino servido en copa corta y camareros que aún llaman “cariño” al servirte. Hacía meses que no hablábamos. Había mucho que contar. La vida, cuando se acumula, siempre pide un descorche.
Entre risas y confesiones, alguien se acercó a nuestra mesa y dejó un panfleto:
“Los días perfectos – Teatro La Latina”.
Nos miramos. Fue casi una señal.
De la charla al telón
El Teatro La Latina, inaugurado en 1919 sobre los restos de un antiguo hospital, es un emblema del barrio. Allí, en pleno corazón de Madrid, han desfilado generaciones de artistas que han hecho reír, llorar y soñar al público. Entrar en su sala siempre tiene algo de ritual: el murmullo previo, la penumbra elegante, el telón que promete mundos nuevos.
Esa noche, el protagonista era Leonardo Sbaraglia, actor argentino de trayectoria impecable. Desde sus inicios en Buenos Aires en los años 80, Sbaraglia se ha consolidado como uno de los grandes intérpretes del cine y el teatro hispano. Con más de tres décadas de carrera, ha trabajado junto a directores como Pedro Almodóvar, Marcelo Piñeyro y Álex de la Iglesia, destacándose por su intensidad, su sensibilidad y esa capacidad de llenar el escenario con apenas una mirada.
Los días perfectos
Una silla. Una pantalla. Y Sbaraglia. Nada más. Nada menos.
Durante más de una hora, el actor nos llevó de la mano por los laberintos del amor y la memoria. Inspirado en las cartas que el escritor William Faulkner enviaba a su amante Meta Carpenter, el protagonista revisa su propio matrimonio, sus 17 años de convivencia, los sueños, los desencuentros y las pequeñas rutinas que van tejiendo la vida de pareja.
Entre luces tenues y silencios calculados, nos reconocimos todos: en la nostalgia de lo perdido, en la dulzura de lo cotidiano, en la sonrisa que llega cuando el amor se vuelve costumbre pero sigue siendo refugio.
Sbaraglia se adueñó del escenario con una honestidad desarmante. Cada palabra, cada gesto, era una confesión compartida. En más de una oportunidad, Lorena y yo nos miramos con una sonrisa cómplice, como si cada frase nos hablara directamente.

El epílogo de una noche perfecta
Al salir del teatro, el aire otoñal volvió a envolvernos. Caminamos sin prisa, buscando un bar donde prolongar la charla. Pedimos otra copa, y entre el vino y las luces amarillas de las farolas, seguimos hablando de la obra, de los amores que fueron, de los que aún quedan por venir.
Porque si algo nos enseñó “Los días perfectos” es que no hay que esperar a que todo sea perfecto para ser feliz.
A veces basta con una llamada inesperada, una amiga, una función de teatro… y un vino compartido en una noche de otoño madrileño.
